lunes, 28 de enero de 2013

Vinagre y dalias


Todavía no se lo cree. Aún recuerda lo ocurrido y le parece un sueño. Uno de esos que había tenido tantas veces, de esos en los que uno se levanta con ganas de más y los vive intensamente, como si fuera una parte más de la realidad, que se puede palpar, pero sólo con la imaginación. Esas vivencias le acompañaban, aunque la vida seguía y estaba claro que su musa no iba a pisar por el mismo camino que él.


Pero esta vez no era un fruto de su mente. Resulta curioso cómo pasa el tiempo y la forma en la que lo vivido, incluso hasta los recuerdos, dejan de existir. Todo queda reducido a la nada y  lo real se transforma en un vago recuerdo. En una mínima parte de esa visión que se graba en el interior de cada uno, y que siempre se guarda como algo sagrado.

Después de incluso haber pensado en no volver a verla nunca más,  de repente y sin saber cómo, ahí está. A pesar de su incredulidad absurda, decide bajar las escaleras, atónito. Con las manos en los bolsillos y la mirada fija en su silueta, sabe que ella ya le ha visto, y le devuelve la mirada. Se para ante ella y después de unos minutos de reacción, decide abrazarla.

 Todo le parece una película, se siente protagonista de una de esas historias ridículas, que a menudo consume en la tele y sólo le provocan risa. Pero ahora no se ríe. Cierra los ojos y reconoce ese olor que había olvidado, o quizás, borrado. Sigue teniendo ante sus ojos a esa parte del pasado que el presente había dejado de lado y que aún tambalea los pilares del mundo que, sin más remedio, construyó.

Por fin puede desahogarse y soltar todo aquello que no le dejaba respirar. Había imaginado muchas veces que alguna vez la encontraría, que le diría a la cara todo lo que se había estado callando, que podría escupir esas verdades con todas sus fuerzas; sin embargo, ahora no encontraba las palabras adecuadas y cualquier momento malo había desaparecido.

Una charla y un café es lo que necesitaba. Toda una vida puede resumirse en media hora;  por eso aprovechó cada triste segundo, sabiendo que en cuestión de minutos, volvería a decirle adiós y la vería alejarse, porque los caminos se cruzan, pero uno siempre sabe por el que debe tirar.


Ahora sólo le queda una canción con su nombre y una taza de café vacía, que sostiene entre las manos, mientras ella le susurra esa amarga estrofa de Joaquín Sabina que dice: " que sepas que el final no empieza hoy".

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