Relatos cortos



Bajo llave



Pensó que la distancia era su mayor enemiga, una sombra que la perseguía, aunque no saliera el sol; una red que siempre la atrapaba y la dejaba sin respiración. Quizás era el camino que el destino había preparado para ella, o tal vez un fruto más del azar, pero los kilómetros se interponían entre su débil corazón y los billetes que le quedaban en la cartera.

Sabía que no podía seguir así, que no tenía ningún sentido vivir alimentando aquello que tenia una fecha de caducidad, pero podía el hecho de sentirse diferente, de desaparecer de ese rebaño del que se sentía presa, y en definitiva, de crecer personalmente.

Con una media sonrisa, leía aquella correspondencia, que ahora vagaba en un cajón del rincón más descuidado de la casa. Sacaba tarjetas con las mayores declaraciones de amor, ahora convertidas en pura caligrafía, en un conjunto de palabras ordenadas, que se habían alineado para dar forma a sus recuerdos. Sabía que, desde aquel entonces, el mundo había cambiado estrepitosamente. Lo que antes formaba parte de ese escenario moral, ahora ni siquiera podía recalcarse como una imagen nítida, porque todo en esta vida se va difuminando hasta convertirse en un borrón opaco, que no es más que la última pincelada del retrato anónimo del alma.

No sólo había cambiado el envoltorio, sino que aquella mujer, joven y atrevida, también había muerto en la fecha de esas cartas. Todo quedó en ese viejo sobre, en ese último mes de febrero, en el que fue consciente de que no sólo enterraba una historia de amor, sino a esa dama que no le pertenecía, que era un mero efecto de la ilusión, por intentar encajar en una representación con el cartel de "completo".

Aunque echar la vista atrás, siempre deja un sabor agridulce, no le costó hacerlo. Ahora todo aquello parecía una visión de una vida pasada, cinco minutos de historia en su camino, porque el tiempo no sólo se adueña del físico, sino que también tiene la virtud de dar o quitar protagonismo a algunas de esas viñetas, en las que alguna vez participamos.

Orgullosa, volvió a dejar aquellas reliquias, que le recordaban fragmentos de evolución, las pequeñas pistas que la fueron guiando hasta el presente, esa época en la que había encontrado el sitio que buscaba. Es paradójico cómo todo lo que nos sucede nos va indicando con flechas la dirección a la que queremos llegar. Muchas veces no sabemos seguirlas, y vamos topándonos con las paredes, hasta que el día más inesperado, comienzas a hilar una cosa con otra, y entonces descubres esa razón que ha llenado de sentido la inquietud del ayer.

Volvió a cerrar ese cajón, como si fuera un tesoro, porque de hecho, todo lo vivido lo es. Somos dueños de una gran fortuna, seremos ricos en experiencia y ladrones de versos impronunciables...



Las dos caras del tiempo
Un color; el verde. En eso se había reducido aquella vida que recordaba con añoranza. A través de los barrotes, podía comprobar que el mundo no había parado, que el tiempo continuaba su viaje, impasible, y que el vaivén de su edad no sólo la convertía en una única víctima.

La realidad es distinta para cada uno de nosotros. Todos tenemos una propia, pero eso no significa que no puedan privarnos de ella, en algún momento puntual. Para ella todo eso había acabado. Hace mucho que perdió el sentido, la ilusión por descubrir nuevos amaneceres o la inquietud por conocer el qué pasará mañana. Y todo se remontaba a ese preciso momento, en el que perdió la libertad, la oportunidad de seguir viviendo como siempre lo había hecho.

Ahora su escenario era bien distinto. Sabía que había dos realidades, ambas separadas por una barrera de hierro, que convertían la felicidad y la soledad en dos vías distintas. Mirar por la ventana e imaginar todo aquello cuanto anhelaba, era el motor que rugía cada mañana, la inyección de energía que la mantenía en pie y su razón para seguir respirando. Atrás había quedado aquella época, en la que fue protagonista de su propia actuación, en la que hacía o deshacía a su humilde antojo. Había sido feliz, si. Ese era su resumen general; pero ahora, echaba en falta su tesoro más preciado, la juventud.

La invadía una escalofriante sensación de haber regalado todo. Su sonrisa, sus ganas, los mejores años, su corazón; y sin embargo, ahora estaba rodeada de miles de compañeros que ni siquiera recordaban cuál era su nombre o el lugar dónde habían vivido toda la vida. 

Las arrugas de sus manos le ponían los pies en la tierra. Ya no había alicientes ni vuelta al pasado. Sólo quedaban los recuerdos y la satisfacción de haber caminado con el pie derecho. 

En la otra parte del mundo, los coches, las motos, autobuses, semáforos, todo seguía como si nada. Los jóvenes paseaban a sus mascotas, otros se besaban en plena calle, discutían entre ellos, y el colorido lo envolvía todo. Los labios de las niñas, brillaban con un rojo intenso, que no era más que un estúpido y rico sinónimo de adolescencia, y las uñas iban a tono con el color de la ropa. Los chicos, por otro lado, parecían haberse preocupado más por gastar el bote de gomina, que en ir a conjunto.

En sus rostros sólo había dos marcas: inexperiencia y pureza. Lo envidiaba por completo. Ojalá ella pudiera volver al comienzo, retornar hasta ese punto de inflexión en el que uno se da cuenta que está empezando a madurar, y que se avecinan cambios en la rutina. Pero no, la suya recorría una fría habitación, que ahora compartía con una nueva amistad, recién llegada al nuevo hogar.

La televisión puesta, las ideales conversaciones sobre las pastillas que tomaban al día, el cariño de las enfermeras y su templanza para escuchar batallitas, o lo que es lo mismo, para convertirse en un motivo más para seguir activando la mente, y la esperanza de recibir una visita de algún ser querido, eran ahora sus motivaciones.

Y tras esos muros, nada había cambiado. Los figurantes seguían actuando, sin reparar en que algún día, su función terminaría tras ese mismo muro que hoy ni siquiera habían percibido. No parecía importarles qué habría detrás de esas paredes, cómo cambia la vida cuando tu relación con el exterior se limita a pasear por un jardín en el que sólo hay bancos y ansias de volver. 

- Seguro que creen que esa etapa es muy lejana, que a ellos no les tocará. Que Dios sabrá si llegan a estas edades o que ya lo afrontarán cuando les toque. Muy típico. Eso pensamos todos. Y siempre cometemos el mismo error. Correr no es la solución, porque la madurez siempre nos alcanza, y no nos deja elección posible -  pensó con melancolía.

Se acercó el vaso a los labios, y bebió de un sólo sorbo, intentando evocar el sabor del vino, ese manjar que degustaba en cada comida, que le regalaba esa dosis de intelectualidad e inocencia; que ya había consumido tantas veces. Sin embargo, no era más que agua. Cuando los años hacen mella en el individuo, la vejez se transforma en una sombra, una prenda que todos debemos tejer, como hoy hace ella, con aceptación y un buen sabor de boca.

Vinagre y dalias

Todavía no se lo cree. Aún recuerda lo ocurrido y le parece un sueño. Uno de esos que había tenido tantas veces, de esos en los que uno se levanta con ganas de más y los vive intensamente, como si fuera una parte más de la realidad, que se puede palpar, pero sólo con la imaginación. Esas vivencias le acompañaban, aunque la vida seguía y estaba claro que su musa no iba a pisar por el mismo camino que él.


Pero esta vez no era un fruto de su mente. Resulta curioso cómo pasa el tiempo y la forma en la que lo vivido, incluso hasta los recuerdos, dejan de existir. Todo queda reducido a la nada y  lo real se transforma en un vago recuerdo. En una mínima parte de esa visión que se graba en el interior de cada uno, y que siempre se guarda como algo sagrado.

Después de incluso haber pensado en no volver a verla nunca más,  de repente y sin saber cómo, ahí está. A pesar de su incredulidad absurda, decide bajar las escaleras, atónito. Con las manos en los bolsillos y la mirada fija en su silueta, sabe que ella ya le ha visto, y le devuelve la mirada. Se para ante ella y después de unos minutos de reacción, decide abrazarla.

 Todo le parece una película, se siente protagonista de una de esas historias ridículas, que a menudo consume en la tele y sólo le provocan risa. Pero ahora no se ríe. Cierra los ojos y reconoce ese olor que había olvidado, o quizás, borrado. Sigue teniendo ante sus ojos a esa parte del pasado que el presente había dejado de lado y que aún tambalea los pilares del mundo que, sin más remedio, construyó.

Por fin puede desahogarse y soltar todo aquello que no le dejaba respirar. Había imaginado muchas veces que alguna vez la encontraría, que le diría a la cara todo lo que se había estado callando, que podría escupir esas verdades con todas sus fuerzas; sin embargo, ahora no encontraba las palabras adecuadas y cualquier momento malo había desaparecido.

Una charla y un café es lo que necesitaba. Toda una vida puede resumirse en media hora;  por eso aprovechó cada triste segundo, sabiendo que en cuestión de minutos, volvería a decirle adiós y la vería alejarse, porque los caminos se cruzan, pero uno siempre sabe por el que debe tirar.


Ahora sólo le queda una canción con su nombre y una taza de café vacía, que sostiene entre las manos, mientras ella le susurra esa amarga estrofa de Joaquín Sabina que dice: " que sepas que el final no empieza hoy".



A las siete de la tarde.

Pecar. Eso pensaba él cada vez que la sentía cerca. No era capaz de controlar sus deseos, de ponerle un punto y final a su dilatada imaginación. Pensaba que no debía hacerlo y se odiaba por ello, pero incapaz de añadir límites a tanta locura hormonal.

Un escalofrío le recorría el cuerpo cada vez que se cruzaba con ella en los pasillos de la oficina. Para él, el mejor momento del día se resumía a: entregarle un documento y poder entonces, rozar su suave piel. Era en ese momento cuando notaba cómo se le aceleraba el corazón, la respiración tomaba carrerilla y la sangre dejaba de correr por cada centímetro de su cuerpo. En su rutinaria vida ya no había espacio para esas sensaciones. Había mucho amor y un profundo respeto, fruto de la evolución de una relación de años y años.

Cuando la veía a ella se sentía en el paso número uno. La atracción. Debía ser eso, si. Parecía un buen calificativo para describir lo que le pasaba. Además, con ese nombre no sonaba como algo tan malo. Era normal. Esto le puede pasar a cualquiera...

Con la esperanza de olvidarla se intentaba refugiar en su mujer y en sus hijos, pero era inútil. El hecho de no haber pecado todavía resultaba muy tentador para él. "Quizás, es la mejor forma de quitármela de la cabeza. Igual si nos acostamos una vez, me sacio y ya se acaban las tonterías. Esto es sólo un capricho", se decía una y otra vez.

Eran las ocho y media de la mañana cuando se levantó de la mesa con la esperanza de servirse un café. Un triste café de esos que hay en todas las máquinas de oficina. Pero eso le valía para mantenerse despierto y dejar atrás el cansancio. Y allí estaba ella. Parece que ambos habían sentido el mismo impulso. Ella le miró, sonrió y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. Él le devolvió la sonrisa y miró al suelo, con el firme propósito de que ella no notara aquella transformación que estaba sufriendo su cuerpo en ese momento.

Sus piernas eran largas, tersas y estaban cubiertas por una fina tela de color negro, que dejaba transparentar aquella exquisita piel, que tantas veces había imaginado tocar y acariciar. Despacio, muy despacio, en su imaginación sólo había cabida para pensar cuál era la forma de bajar esas medias cuidadosamente, sin que apenas se notara. Una falda ajustada tapaba su silueta hasta la rodilla. Aunque había demasiada tela, ésta apretaba esas dulces curvas que escondía tras la ropa. Esas curvas que él quería tocar y no podía, esas curvas que quería sentir sobre su cuerpo de una maldita vez.

El pelo negro y largo le cubrían la espalda. Esa espalda que estaba cubierta por uno de esos blusones transparentes que están muy de moda, y que deja asomar el color del sujetador. Un sujetador color carne, pero con los encajes más eróticos que nunca había visto. Ella mueve la cabeza de un lado a otro, para agacharse a coger el café, entonces él se acerca por detrás, sigilosamente.

Con una mirada sutil, observa que no haya nadie más alrededor. Ya lo tiene claro: es el momento de acercarse a ella y decirle que él también desea que ocurra. Que ya sabe el por qué se cruzan sus miradas cada día, que ya sabe por qué le tiemblan las manos cuando le tiene que entregar alguna documentación.

Ella también lo sabe. Puede notarlo. La excitación se refleja en sus ojos, en su aliento. La forma en la que él le está hablando, en el oído, no deja lugar a dudas; quiere invitarla a tomar algo después del trabajo. Solos, completamente solos, sin nadie más que pueda interrumpir esas fracciones de segundo que viven cada día y que a menudo son distorsionadas por la llegada de algún trabajador.

Ella sonríe, le gusta pensar que ese primer encuentro acabará de la forma que está pensando. ¿Para qué ir a tomar nada? si lo que está deseando es cogerlo de la mano y llevarlo a su humilde apartamento. Sin mediar palabra, sin más preámbulos ni vueltas. Sólo disfrutar del momento y recordar que aún sigue viva. No pasa nada. En unas horas, todo estará ocurriendo.
Son las siete de la tarde. Los compañeros bromean sobre la jornada laboral, recogen sus cosas y apagan sus ordenadores con esa prisa que siempre entra cuando llega la hora de volver a casa.

Ella también recoge. Guarda su agenda en el bolso, su móvil y habla con la compañera de la mesa de al lado. Mira a su compañero con seguridad, intentando comenzar antes de tiempo lo que queda por llegar. Él devuelve la mirada y decide mandar un mensaje a su mujer para avisar de que llegará tarde, pero hay un pequeño detalle con el que no contaba: la foto de sus hijos junto a su mujer, que él mismo hizo el día de su cumpleaños. Ese momento lo devuelve a la tierra. Se siente como si hubiera ejecutado su plan, como si hubiera perdido a su familia, como si hubiera cometido el más frío de los asesinatos.

Después de quedarse un rato pensativo y dudando entre si debe convertir la fantasía en realidad o aceptar que la realidad es pura fantasía, se da cuenta de que ella no está. Ya se ha marchado. Debe estar esperándole en el lugar en el que se han citado. " Seguramente haya pedido una copa, y esté preparándose para entrar en calor, para asimilar que por fin va a dar rienda suelta a todo aquello que lleva meses pensando", imagina.

La encrucijada lo consume; así que se pone rápidamente el abrigo y busca en sus bolsillos las llaves del coche. Quiere pero no puede. Sabe que después de ese día, todo será diferente. Y ya no habrá forma de parar esa ardiente tentación, que superará de camino a casa, mientras piensa en encontrarse con su mujer, esa a la que abrazará aliviado, mientras ella espera emocionada en aquel lugar al que él nunca llegará...




Ella...


Vivió exquisitamente. Exprimió cada segundo. Era una de esas personas que sabía apreciar la vida, que daba a cada momento la importancia que se merecía. La sonrisa era su sello, y sabía contagiarla a todo aquel que se cruzara en su camino. Alocada y divertida, sabía hacerse notar entre la multitud. No hacía falta hablar su misma lengua para captar toda la magia que irradiaba.

Todo el mundo quería  acercarse a ella, desnudar ese halo misterioso que la envolvía y en definitiva, entrar en ese juego desconocido. Recorrió caminos muy diferentes, buscando el amor, buscándose a sí misma. Conoció la bondad y la maldad humana muy de cerca. Ella tenía la gratitud de saber sacar una moraleja a toda situación que la rodeara. Simplemente maravillosa, inquieta y dulce a la vez. 

Una explosión de sentimientos, una contraposición constante de ideas, pensamientos, creencias y valores. Una sorpresa diferente, inimaginable para la mente humana. Una buena definición puede ser: el llanto más ahogado o la risa más noble que jamás he escuchado, ni escucharé.Coqueta como ella sola, siempre llevaba los labios pintados, la cara lavada, el pelo perfecto, todo en perfecta sintonía. Así salía ella a la calle, perfecta para comerse el mundo, o al menos, para aparentarlo. A nadie dejaba indiferente.

 Fueron muchos los corazones que dejó atrás, muchos los ojos que la adoraron, que se dilataron en su sencilla mirada, durante horas perdidas. Parecía un torbellino, de esos que cuando pasan por tu vida, lo ponen todo patas arriba, de esos que te desmontan hasta la última pieza de esa vida que siempre soñaste ordenada. Resultaba muy difícil olvidarla cuando se marchaba, porque siempre se marchaba. 

Ella amaba con locura, pero su amor solía tener fecha de caducidad. Eso sí, mientras duraba, era una aventura única. Un aprendizaje renovado, que enseñaba a esos hombres a buscarla en otras caras, en otras siluetas, pero no; ella nunca podía encarnarse en otros cuerpos, puesto que ninguno de ellos aseguró haberse vuelto a cruzar con algo igual.

Lo que más gustaba de ella era su generosidad infinita, su capacidad innata para dar una palabra de cariño cuando hacía falta o ese simple gesto que todos usaban pero que, sólo ella convertía en especial. Era feliz haciendo feliz; esa era la forma de vida que ella había elegido para hacerse recordar en todos esos huecos que fue llenando por todos los resquicios del amor que desprendía.

Ella tampoco olvidó. Siempre se sintió afortunada, siempre sonreía a escondidas, cuando recordaba todo lo que había aprendido, lo que había recibido, las caras que un día despidió, sabiendo que no volvería a ver jamás. Solía soñar despierta, recomponiendo las piezas que la habían convertido en una mujer feliz y plena.


Dicen que no debe andar muy lejos, que sigue conservando esa mágica sonrisa y desmenuzando los más pequeños de los detalles para seguir construyendo el puzzle que siempre soñó. Estoy segura de que sigue siendo ella, aquella bomba de rarezas que seguirá enamorada de su vida...









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