Era un Domingo de Ramos, de esos en los que reina un sentimiento de pena, de vacío, porque la esperanza de miles de cofrades, se había visto destrozada, por la temida llegada de la lluvia. Los sevillanos se habían echado a la calle, para asegurarse ese minuto de gloria, que se siente cuando una cofradía de tu tierra, te pone los pelos de punta, y te hace sentir más orgulloso que nunca, de ser andaluz y poseer esa enorme cultura, que aquí potenciamos al máximo.
Era imposible acercarse al paso. Todo el mundo quería estar en primera fila, y los empujones y carreras, estaban a la orden del día, como cada año. Pero el ambiente era distinto. Se palpaba una tristeza especial, que se extendía por la mirada de todos los que estaban a mi alrededor. Por un momento me detuve a observar a las personas que me rodeaban. Ahí estaba yo; completamente rodeada de amigos y seres queridos. A un lado, un grupo de jóvenes, que reían y esbozaban esa dulce sonrisa, que es dueña de una inocente vida, que les queda por delante. A mi otro lado, una familia. Padres, abuelos, niños; todos felices, haciendo bromas entre ellos y jugando con los pequeños. De repente, comenzó a llover y ese fue el preciso momento en el que le vi. Ahí estaba él, solo, con su peculiar sombrero marrón, su gabardina y su mejor arma; su simpatía. Haciendo uso de ésta, pretendía sentirse parte de algo. De algún grupo de amigos o quizás, de alguna familia.
Miraba atentamente a un bebé que tenía detrás, al cual dedicaba gestos llenos de ternura, esa, con la que sólo te mira un abuelo. Pero estaba solo. Así que no lo dudó. Comenzó a hacer bromas a todos los que allí estábamos, con la intención de que alguien le escuchara. En ese momento, tuve la oportunidad, de, junto con una gran amiga, acercarme a él, y asistir a una clase de toda la sabiduría y experiencia que reflejaba su apagada mirada.
Tras hablar sobre algún que otro tema superficial, llegó su gran verdad. Es muy duro saber que un ser que se ve solo, intenta acaparar la atención de otra persona, con la única intención de desahogarse y sacar al exterior ese dolor, que golpea en el alma, como si fueran piedras.
Tras muchos años de felicidad, era la primera vez que hacía ese camino, sin compañía. Según me contó, solía vivir la semana santa con su esposa, a la que acababa de perder, hace unos meses. Una dura enfermedad, le había separado de ella, después de cincuenta años juntos. "Ella lo era todo para mi; era mi amiga, mi compañera, mis pies y mis manos. Siempre lo hacíamos todo juntos y yo la hice sonreír, hasta poco antes de su muerte. Viví para eso. Aún muerta, y yo la sigo amando con todas mis fuerzas". Esas palabras me parecieron tan bellas como tristes. Nunca había escuchado algo tan emotivo. Desprendía esa soledad en cada uno de sus movimientos, cuando nos contaba su día a día, cuando nos enseñaba antiguas fotos de su mujer y de sus nietos, cuando nos hablaba de lo orgulloso que estaba de sus hijos...
La añoraba continuamente. No era capaz de cambiar de tema. La recordaba en cada paso que daba. Su despertar, al hacer la comida, a la hora del café, cuando visitaba a sus hijos; pero con su imagen viva. Esa imagen que, llevaba colgada a su cuello y que ahora era lo más cerca que podía estar de ella.
Por un momento, comprendí la importancia y grandeza que esconde el amor. El sentido que da a nuestras vidas cuando llega y el vacío que deja en el corazón, cuando se marcha. Mi mente logró entender que hay personas que se fusionan en una sola y viven para impregnarse de esa felicidad mutua. Parece que, actualmente, es complicado encontrar ese sentimiento fusionado, pero todavía existe.
Supuso tal emoción para mi, y tal placer, poder escucharle e interpretar su fortaleza que, cuando llegó la virgen, todo quedó atrás. Me sentía plena, porque había intentado animar a alguien que pedía a gritos un poco de consuelo; pero por otro lado, me sentía impotente, porque sabía que esa charla, no cambiaría su sentir.
Cuando el paso se marchó, se acercó a mi amiga y a mi y nos dijo: "ha sido un placer charlar con vosotras y os pido un favor; no olvidarme. Es posible que yo si lo haga, porque ya me está fallando la cabeza, pero vosotras no me olvidéis". Y no lo haremos. Tanto es así, que se que siempre le recordaré como aquel señor solitario, que me dio una lección de vida, en un momento inesperado, y al cual vi perdido, intentando encontrar ese nuevo sendero, que la huella de la muerte, le había preparado. Cada vez que le recuerde, se formará ese pellizco en mi interior, que me llena de lágrimas, que no me pertenecen.
Debe ser muy difícil aprender a andar con pasos firmes, cuando el sentido de tu vida, cambia de la noche a la mañana. Y es tan duro pensar que algún día llegará ese momento para todos y cada uno de nosotros y quizás seamos,entonces, quienes busquemos un poco de cariño ajeno, en la primera mirada que se nos cruce.
Y es que la vejez, puede ser la cara más dulce y amarga, de ese comienzo que hoy, empezamos juntos.